Una ‘vacuna’ tucumana para cultivos llegó por fin al mercado

Un grupo interdisciplinario e interinstitucional de científicos locales logró establecer un nuevo paradigma de manejo de campos: descubrieron cómo las plantas levantan sus defensas y hallaron la molécula que lo hace posible. Ahora, cultivos claves podrán ser protegidos sin necesidad de agroquímicos. Patente para la UNT y el Conicet. La empresa que apostó a favor. Un grupo interdisciplinario e interinstitucional de científicos locales logró establecer un nuevo paradigma de manejo de campos: descubrieron cómo las plantas levantan sus defensas y hallaron la molécula que lo hace posible. Ahora, cultivos claves podrán ser protegidos sin necesidad de agroquímicos. Patente para la UNT y el Conicet. La empresa que apostó a favor.

Esta historia comenzó en 1997 en Tucumán, concretamente en el Instituto Superior de Investigaciones Biológicas (Insibio UNT/Conicet) y tiene final feliz: el 4 de junio hubo fiesta en el hotel Costa Galana, de Mar del Plata.

Pero, ¿cuándo se ha visto que un final feliz se logre sin sufrir por el camino? Ahora Atilio Castagnaro, Juan Carlos Díaz Ricci, Nadia Chalfoun y Josefina Racedo hasta se ríen de las peripecias, y, aunque en su relato aparecen otras personas claves, al momento del diálogo con LA GACETA extrañan especialmente a dos: Sergio Salazar (que estaba tomando exámenes y no pudo llegar) y Björn Welin, que ya no vive en Tucumán.

Los cinco primeros lograron, durante un extenso proceso, encontrar una molécula que otorga a los cultivos inmunidad frente a patógenos. Björn, en la Estación Experimental Agrícola Obispo Colombres (Eeaoc) -a donde entre tanto había “mudado” Atilio su sede de trabajo-, desarrolló el método tecnológico para que esta molécula se convirtiera en “vacuna”.

Prólogo
Alrededor de la mesa los recuerdos fueron y vinieron, y las voces se superpusieron con frecuencia. El trato entre los cuatro es casi familiar; volvían a encontrarse después de un tiempo. Lo que sigue es una suerte de resumen.

Atilio (agrónomo) y Juan (ingeniero químico) hablan de “algo muy fortuito”: volvían a Tucumán después de hacer sus posgrados en el extranjero y no tenían muy claro su futuro inmediato. “Ricardo Farías nos recibió en el Insibio -recuerdan-; hizo una gran apuesta por nosotros”.

Atilio había estudiado genética vegetal. “Yo, de plantas, sólo sabía que eran verdes”, dice Juan con una carcajada. “Lo mío es la microbiología molecular”, agrega.

“En ese tiempo uno de los programas de investigación de la Experimental era el de frutilla, y Tucumán enfrentaba una gran mortandad de plantas: llegó al 50% en un par de campañas”, cuenta Atilio y agrega: “nos pidieron ‘hagan algo’. Se hablaba de complejo fúngico, pero nadie sabía de qué hongos se trataba”.

Empezaron a buscar, y fueron a las fuentes: cientos de platas de frutilla y cientos de variantes de hongos fueron estudiadas, con el apoyo de la Eeaoc. “Era un proyecto interdisciplinario y también interinstitucional”, destaca Juan. Y entonces se sumó Sergio (también ingeniero agrónomo).

Mientras, en 1995 se había creado la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica, y contra toda lógica del sistema, el proyecto (“hasta el número me acuerdo -ríe Atilio-: PMT531”) no sólo fue aprobado: recibió un subsidio de magnitud única hasta entonces.

Primeros pasos de éxito
Poco a poco la búsqueda dio resultados: hallaron que los hongos que causaban estragos eran de tres especies, pero que su comportamiento variaba según el tipo de hongo de cada especie y también el tipo de planta. “Sergio descubrió que a algunas plantas cierto hongo las atacaba y a ellas ni la tos les daba -relata Juan-. Y nos dijimos: ‘aquí pasa algo’”.

“No partimos de absoluto cero. Se manejaba el concepto de protección cruzada (nota: la que recibe un huésped al que se inocula con una cepa o un componente de un microorganismo, lo que previene la infección ante una cepa similar), pero era una explicación teórica, y decidimos meternos en el corazón del concepto”, explica Atilio.

Enfrentaron plantas y hongos en las más diversas combinaciones, hasta que finalmente hallaron que un tipo de una de las tres especies de hongos no sólo generaba respuesta de resistencia. “El trabajo de Sergio demostró que era una respuesta sistémica (nota: rocían una hoja, y toda la planta adquiere la capacidad de defenderse)”, resalta Juan. Y no sólo eso: la planta puede transmitir su inmunidad a la primera generación de “hijos”.

“Haber trabajado con frutillas (algo también fortuito) fue muy importante: al reproducirse por estolones, tallos rastreros que, en contacto con la tierra, dan lugar a un ejemplar nuevo, la capacidad de transmisión fue relativamente sencilla de estudiar”, agrega Atilio, se ríe y agrega: “ahí apareció ella”.

“Literalmente aparecí -levanta el guante y recuerda divertida Nadia, que es biotecnóloga-. Buscaba dónde hacer mi tesina y no quería que fuera un trabajo teórico. Un amigo me dijo que ingresar a este equipo sería ‘atravesar la puerta de la felicidad’; ‘me mandé’, me dijeron que sí y me pidieron que buscara dónde estaba el poder inductor de las defensas”. “Lo busqué durante siete años -recuerda. Por fin, en 2011 hallamos que era una proteína y logramos purificarla, pero no sabíamos de qué proteína se trataba... y se resistió mucho tiempo a que la caracterizáramos”.

En este momento los cuatro vuelven a extrañar a un ausente: “Gabriel Salcedo, un español ‘recontracapo’ con quien yo había trabajado en la Escuela de Agronomía de Madrid antes de volver a la Argentina nos ayudó. Fue en su laboratorio que se logró la identificación”, agrega Atilio. Pero hubo un problema: los resultados de la investigación se publicaron antes de patentar la molécula... y hubo que buscar otra. De la mano de esa búsqueda llegó Josefina (también biotecnóloga) al equipo.

Empieza la recta final
No fue tan complicado esta vez, porque sabían qué buscaban y contaban con la colección de hongos que había logrado Sergio. Josefina encontró un nuevo microorganismo patógeno que activa defensas sistémicas y transmisibles, y se realizó la caracterización del ADN, con lo cual en 2012 se pudo patentar la molécula en la Argentina (a nombre de la UNT y del Conicet); hoy está registrada en 19 países.

Y a partir de estos conocimientos básicos, bajo la dirección de Björn y de Atilio, Nadia comenzó a trabajar en la vinculación con el sector privado. “La empresa Annuit estudió el trabajo y creyó en él. Con su apoyo pudimos desarrollar una formulación cuyo ingrediente activo principal es la molécula y ellos se encargaron de hacer la producción en una escala y con unos costos que permitieran estudiar sus efectos en diferentes cultivos. Y confirmamos todos los resultados”, cuenta Juan.

El final feliz
Después de tanto, quedaba poco, pero importantísimo: en 2016 el Senasa les dio el registro y en 2018, se obtuvo la certificación de producto orgánico (lo que da a los cultivos que lo utilizan valor agregado). En 2019, Annuit vendió sus derechos a Summitagro (empresa de origen japonés) y hace 12 días Howler, la “vacuna” para cultivos, se presentó en Mar del Plata. Hemos llegado de nuevo al principio.

“Significa un cambio de paradigma en sanidad de cultivos. Ya no se trata de matar plagas, sino de fortalecer las plantas. Se probó la eficacia en cultivos claves para nuestro país, como trigo y soja, pero también en cebada y, por supuesto, en las frutillas que dispararon todo esto”, cuenta Atilio con un orgullo en la mirada que comparten los cuatro (seguramente los otros dos también, si hubieran podido estar allí).

Ah, de paso: ya hay más 4.500 litros de Howler vendidos... y esto recién empieza.