"La ciencia básica también puede transformar los lugares en que vivimos"
En las lagunas andinas de la Puna se han descubierto microorganismos (formas de vida) que permiten develar misterios sobre los orígenes y la evolución de las especies.
La investigación científica puede revelarnos secretos maravillosos. Dentro de un laboratorio o, como en este caso, puede darse la oportunidad de que el descubrimiento se produzca en contacto directo con la indomable naturaleza. María Eugenia Farías, bióloga cordobesa radicada en Tucumán, cuenta cómo encontró los “estromatolitos” -fósiles vivientes- a 4 mil metros de altura, en las lagunas andinas de la Puna. Una fascinante historia que fue posible por una virtuosa conjunción de tradición científica, formación sólida, pasión por la investigación y espíritu de aventura.
Farías es investigadora del CONICET, dirige el Laboratorio de Investigaciones Microbiológicas de Lagunas Andinas (PROIMI) y acaba de recibir una mención especial del Premio L’Oreal/Unesco y dice que “la ciencia tiene una capacidad transformadora en la comunidad siempre y cuando el científico salga del laboratorio y existan políticas de financiamiento y aliento a la investigación que se mantengan en el tiempo”. Lo primero ya lo tenemos; lo segundo requiere que sepamos poner estas experiencias exitosas en la agenda de todos.
¿Detrás de todo investigador científico hay un afán de descubrimiento?
Quienes somos investigadores científicos miramos la realidad con otros ojos. Siempre nos estamos haciendo preguntas y eso puede conducirnos a que encontremos grandes respuestas (o descubrimientos), que son a la vez el comienzo de nuevas preguntas. Esa mirada diferente del mundo nos trasciende y nos envuelve, de tal forma que hacer ciencia deja de ser un trabajo para transformarse en una forma de vida.
¿Cómo fue su experiencia personal?
Vivo en Tucumán, tengo 43 años, separada, con tres hijos. Soy bióloga y mi formación es un poco el resultado de la historia del país con sus sueños, frustraciones y realizaciones: soy hija de científicos, mi padre se formó y trabajó con Leloir, lo agarró la Noche de los Bastones Largos y el exilio interior. Todo aquello marcó mi vocación; estudié biología en la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad de Tucumán, que terminé con diploma de honor. En los ‘90, cuando Cavallo nos mandaba a lavar los platos, me fui a hacer un posdoctorado en biología molecular a Madrid; regresé al país con el primer programa de repatriación de científicos, todavía en tiempos de De la Rúa. Me otorgaron tres mil dólares para esa reinserción, pero quedaron atrapados en el “corralito”. Ya estaba, para entonces, acostumbrada a estos desafíos: me crié en la montaña y estoy absolutamente ligada a ese paisaje.
¿Pensaba en irse a investigar a la montaña?
Trabajaba sobre Proteómica, es decir, estudiaba cómo se adaptan las proteínas en ambientes con condiciones extremas. Ese era mi plan al regresar al país. Pero no había absolutamente nada hecho sobre esto en las lagunas andinas de alta montaña. Allí fuimos con el apoyo de la Fundación Antorchas que nos dio 5000 dólares; hicimos la primera campaña, empezamos a hacer los muestreos y nos encontramos con un ambiente totalmente nuevo, inexplorado, absolutamente fascinante...
¿Qué fue lo que encontraron?
En el 2009, empezamos a hacer ascensos a volcanes cordilleranos, al Socompa y al Llullaillaco -el Socompa está a 6700 metros, cien metros menos que el Aconcagua-, para ver la microbiología de esos lugares. Hicimos una expedición, ya con un pequeño grupo formado, junto con otro grupo de expertos, para trabajar en las lagunas andinas. En una de esas travesías, descendí un día antes (tal vez por pura premonición) y me dediqué a recorrer la laguna Socompa. Allí, a 4000 metros de altura, ese fue el Eureka de mi vida, al encontrar un grupo de estromatolitos al borde de la laguna.
¿Qué son los “estromatolitos”?
Se trata de fósiles vivientes que se desarrollan en un ambiente muy parecido a la tierra primitiva. A simple vista lucen como piedras aunque algo blandas. Son, en realidad, asociaciones de algas y bacterias que producen una sustancia gelatinosa, la que a su vez va captando minerales. Habitan la Tierra desde hace 3500 millones de años y fueron los responsables de preparar al planeta para que en él pudiesen desarrollarse formas de vida más complejas.
¿Podemos entender de manera sencilla por qué son tan interesantes e importantes para la investigación científica?
Los estromatolitos, como las plantas, producen fotosíntesis y liberan oxígeno, y a través de este proceso, fueron los creadores de la capa de ozono y los responsables de que haya oxígeno en la Tierra para convertirlo en el planeta azul que conocemos hoy. A su vez, la capa de ozono limita el paso de la radiación ultravioleta proveniente del Sol, lo que permite la supervivencia de organismos que no podrían sobrevivir de otra manera, entre ellos los animales y las plantas. Estos microorganismos que encontramos en Salta se habían formado recientemente, pero habitan un ambiente muy similar al que existía en la Tierra hace 3500 millones de años; eso nos permite conocer cómo era la vida entonces.
¿Sería algo así como recrear las condiciones del origen de la vida sobre el planeta?
Sí, pero no sólo eso. También permite estudiar las condiciones de la vida en otro planeta, Marte por ejemplo, y situaciones de catástrofe, por ejemplo. Se puede decir que los estromatolitos salvaron al planeta de 5 extinciones masivas. O sea: hubo 5 extinciones masivas de la vida en la historia de la Tierra, como la de los dinosaurios, y las 5 veces los estromatolitos fueron los últimos en extinguirse y los primeros en repoblar la Tierra, largar oxígeno, captar el dióxido de carbono y volver a prepararla para esa vida dependiente de oxígeno. Son tan importantes para la vida en la Tierra que preservarlos es absolutamente esencial como especie. O sea, es una ventana al pasado y una ventana al futuro: al pasado, como estudio del origen de la vida en la Tierra; y al futuro, para estudios de astrobiología y aplicaciones biotecnológicas,
¿Qué impacto inicial tuvo ese descubrimiento?
En el momento teníamos dos opciones. Podíamos no contar nada, investigar y luego hacer una publicación en alguna revista científica internacional, desentendiéndonos del destino que corrieran estos estromatolitos. O podíamos difundir el hallazgo, con el objetivo de preservarlos. No era sencillo: la zona del volcán Socompa estaba en riesgo; el turismo extremo, la minería y la exportación de agua para la minería chilena ponían en peligro la biodiversidad del lugar y teníamos que tomar una decisión rápida. Por otra parte, trabajando en un instituto del interior, de repente encontramos algo que era absolutamente novedoso, que requería mucha inversión y podía interesar a socios extranjeros para hacer estudios y publicaciones. Un camino alternativo era tratar de hacerlo aquí. Decidimos contarlo y hacer los estudios de genómica; logramos en dos años hacer la secuenciación que nos permitió determinar la presencia de nuevos linajes de microorganismos que hasta el momento no se conocían.
¿Cuál fue la repercusión en la comunidad local?
Empecé a contar lo que habíamos encontrado a los pobladores del pueblo más cercano, que es Tolar Grande, en una asamblea con el cacique allí presente, pidiendo permiso a la Pacha Mama, teniendo en cuenta todas las tradiciones del lugar. Tuvimos una inmediata repercusión en medios periodísticos locales y nacionales y salió una nota especial en Nature, la revista científica más importante del mundo. Ese fue un punto de inflexión. Empecé a darme cuenta de que en la medida en que el tema se hiciera de la sociedad iba a ser más fácil la preservación. Les expliqué la importancia que tenían estos microorganismos y el riesgo que corrían. Logramos así que el gobierno de Salta declarara la zona como área protegida.
Esto fue decisivo para ustedes. ¿En qué cambió la vida de esa población?
Fue algo increíble lo que ocurrió. La movilización de la comunidad local puso a Tolar Grande en un lugar de visibilidad y atención pública, cerca de un sitio con estromatolitos se hicieron cloacas y se está levantando un centro de interpretación para turistas. Estamos planeando armar una ruta temática “del origen de la vida” y también hacer un Arca de Noé para microorganismos, o sea guardar toda esa biodiversidad que puede dar respuestas para el calentamiento global, para la cura de enfermedades y para otras aplicaciones biotecnológicas.
Un buen ejemplo de cómo la promoción de la investigación científica no está alejada de los problemas de las comunidades en donde esa investigación se desarrolla … Es que la ciencia básica también puede transformar los lugares en que vivimos. La sociedad tiene un gran tesoro en sus científicos y los científicos no deben perder de vista la sociedad a la que pertenecen. Sólo en contacto con la sociedad el resultado del trabajo y la pasión del científico llega a tener trascendencia. Lo que depende también de una política sostenida, financiamiento e inversión en institutos y laboratorios y el aliento a la investigación de excelencia.
La investigación científica puede revelarnos secretos maravillosos. Dentro de un laboratorio o, como en este caso, puede darse la oportunidad de que el descubrimiento se produzca en contacto directo con la indomable naturaleza. María Eugenia Farías, bióloga cordobesa radicada en Tucumán, cuenta cómo encontró los “estromatolitos” -fósiles vivientes- a 4 mil metros de altura, en las lagunas andinas de la Puna. Una fascinante historia que fue posible por una virtuosa conjunción de tradición científica, formación sólida, pasión por la investigación y espíritu de aventura.
Farías es investigadora del CONICET, dirige el Laboratorio de Investigaciones Microbiológicas de Lagunas Andinas (PROIMI) y acaba de recibir una mención especial del Premio L’Oreal/Unesco y dice que “la ciencia tiene una capacidad transformadora en la comunidad siempre y cuando el científico salga del laboratorio y existan políticas de financiamiento y aliento a la investigación que se mantengan en el tiempo”. Lo primero ya lo tenemos; lo segundo requiere que sepamos poner estas experiencias exitosas en la agenda de todos.
¿Detrás de todo investigador científico hay un afán de descubrimiento?
Quienes somos investigadores científicos miramos la realidad con otros ojos. Siempre nos estamos haciendo preguntas y eso puede conducirnos a que encontremos grandes respuestas (o descubrimientos), que son a la vez el comienzo de nuevas preguntas. Esa mirada diferente del mundo nos trasciende y nos envuelve, de tal forma que hacer ciencia deja de ser un trabajo para transformarse en una forma de vida.
¿Cómo fue su experiencia personal?
Vivo en Tucumán, tengo 43 años, separada, con tres hijos. Soy bióloga y mi formación es un poco el resultado de la historia del país con sus sueños, frustraciones y realizaciones: soy hija de científicos, mi padre se formó y trabajó con Leloir, lo agarró la Noche de los Bastones Largos y el exilio interior. Todo aquello marcó mi vocación; estudié biología en la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad de Tucumán, que terminé con diploma de honor. En los ‘90, cuando Cavallo nos mandaba a lavar los platos, me fui a hacer un posdoctorado en biología molecular a Madrid; regresé al país con el primer programa de repatriación de científicos, todavía en tiempos de De la Rúa. Me otorgaron tres mil dólares para esa reinserción, pero quedaron atrapados en el “corralito”. Ya estaba, para entonces, acostumbrada a estos desafíos: me crié en la montaña y estoy absolutamente ligada a ese paisaje.
¿Pensaba en irse a investigar a la montaña?
Trabajaba sobre Proteómica, es decir, estudiaba cómo se adaptan las proteínas en ambientes con condiciones extremas. Ese era mi plan al regresar al país. Pero no había absolutamente nada hecho sobre esto en las lagunas andinas de alta montaña. Allí fuimos con el apoyo de la Fundación Antorchas que nos dio 5000 dólares; hicimos la primera campaña, empezamos a hacer los muestreos y nos encontramos con un ambiente totalmente nuevo, inexplorado, absolutamente fascinante...
¿Qué fue lo que encontraron?
En el 2009, empezamos a hacer ascensos a volcanes cordilleranos, al Socompa y al Llullaillaco -el Socompa está a 6700 metros, cien metros menos que el Aconcagua-, para ver la microbiología de esos lugares. Hicimos una expedición, ya con un pequeño grupo formado, junto con otro grupo de expertos, para trabajar en las lagunas andinas. En una de esas travesías, descendí un día antes (tal vez por pura premonición) y me dediqué a recorrer la laguna Socompa. Allí, a 4000 metros de altura, ese fue el Eureka de mi vida, al encontrar un grupo de estromatolitos al borde de la laguna.
¿Qué son los “estromatolitos”?
Se trata de fósiles vivientes que se desarrollan en un ambiente muy parecido a la tierra primitiva. A simple vista lucen como piedras aunque algo blandas. Son, en realidad, asociaciones de algas y bacterias que producen una sustancia gelatinosa, la que a su vez va captando minerales. Habitan la Tierra desde hace 3500 millones de años y fueron los responsables de preparar al planeta para que en él pudiesen desarrollarse formas de vida más complejas.
¿Podemos entender de manera sencilla por qué son tan interesantes e importantes para la investigación científica?
Los estromatolitos, como las plantas, producen fotosíntesis y liberan oxígeno, y a través de este proceso, fueron los creadores de la capa de ozono y los responsables de que haya oxígeno en la Tierra para convertirlo en el planeta azul que conocemos hoy. A su vez, la capa de ozono limita el paso de la radiación ultravioleta proveniente del Sol, lo que permite la supervivencia de organismos que no podrían sobrevivir de otra manera, entre ellos los animales y las plantas. Estos microorganismos que encontramos en Salta se habían formado recientemente, pero habitan un ambiente muy similar al que existía en la Tierra hace 3500 millones de años; eso nos permite conocer cómo era la vida entonces.
¿Sería algo así como recrear las condiciones del origen de la vida sobre el planeta?
Sí, pero no sólo eso. También permite estudiar las condiciones de la vida en otro planeta, Marte por ejemplo, y situaciones de catástrofe, por ejemplo. Se puede decir que los estromatolitos salvaron al planeta de 5 extinciones masivas. O sea: hubo 5 extinciones masivas de la vida en la historia de la Tierra, como la de los dinosaurios, y las 5 veces los estromatolitos fueron los últimos en extinguirse y los primeros en repoblar la Tierra, largar oxígeno, captar el dióxido de carbono y volver a prepararla para esa vida dependiente de oxígeno. Son tan importantes para la vida en la Tierra que preservarlos es absolutamente esencial como especie. O sea, es una ventana al pasado y una ventana al futuro: al pasado, como estudio del origen de la vida en la Tierra; y al futuro, para estudios de astrobiología y aplicaciones biotecnológicas,
¿Qué impacto inicial tuvo ese descubrimiento?
En el momento teníamos dos opciones. Podíamos no contar nada, investigar y luego hacer una publicación en alguna revista científica internacional, desentendiéndonos del destino que corrieran estos estromatolitos. O podíamos difundir el hallazgo, con el objetivo de preservarlos. No era sencillo: la zona del volcán Socompa estaba en riesgo; el turismo extremo, la minería y la exportación de agua para la minería chilena ponían en peligro la biodiversidad del lugar y teníamos que tomar una decisión rápida. Por otra parte, trabajando en un instituto del interior, de repente encontramos algo que era absolutamente novedoso, que requería mucha inversión y podía interesar a socios extranjeros para hacer estudios y publicaciones. Un camino alternativo era tratar de hacerlo aquí. Decidimos contarlo y hacer los estudios de genómica; logramos en dos años hacer la secuenciación que nos permitió determinar la presencia de nuevos linajes de microorganismos que hasta el momento no se conocían.
¿Cuál fue la repercusión en la comunidad local?
Empecé a contar lo que habíamos encontrado a los pobladores del pueblo más cercano, que es Tolar Grande, en una asamblea con el cacique allí presente, pidiendo permiso a la Pacha Mama, teniendo en cuenta todas las tradiciones del lugar. Tuvimos una inmediata repercusión en medios periodísticos locales y nacionales y salió una nota especial en Nature, la revista científica más importante del mundo. Ese fue un punto de inflexión. Empecé a darme cuenta de que en la medida en que el tema se hiciera de la sociedad iba a ser más fácil la preservación. Les expliqué la importancia que tenían estos microorganismos y el riesgo que corrían. Logramos así que el gobierno de Salta declarara la zona como área protegida.
Esto fue decisivo para ustedes. ¿En qué cambió la vida de esa población?
Fue algo increíble lo que ocurrió. La movilización de la comunidad local puso a Tolar Grande en un lugar de visibilidad y atención pública, cerca de un sitio con estromatolitos se hicieron cloacas y se está levantando un centro de interpretación para turistas. Estamos planeando armar una ruta temática “del origen de la vida” y también hacer un Arca de Noé para microorganismos, o sea guardar toda esa biodiversidad que puede dar respuestas para el calentamiento global, para la cura de enfermedades y para otras aplicaciones biotecnológicas.
Un buen ejemplo de cómo la promoción de la investigación científica no está alejada de los problemas de las comunidades en donde esa investigación se desarrolla … Es que la ciencia básica también puede transformar los lugares en que vivimos. La sociedad tiene un gran tesoro en sus científicos y los científicos no deben perder de vista la sociedad a la que pertenecen. Sólo en contacto con la sociedad el resultado del trabajo y la pasión del científico llega a tener trascendencia. Lo que depende también de una política sostenida, financiamiento e inversión en institutos y laboratorios y el aliento a la investigación de excelencia.